En el mundo de los seminarios de autoayuda hubo un hombre que me agrada mucho, su nombre era Jim Rhon.

Rhon decía que al seminario que no ibas, no te iba a ayudar, y que por eso es mejor ir a todos que quedarse en casa, pues no sabes cuando escucharás esa frase que hará la chispa en tu ser por el resto de tu vida haciendo giros gloriosos a donde siempre soñaste ir y más allá.

Jim además decía que habían preguntas que simplemente no tenían una explicación sólida y a esas preguntas él las llamaba “los misterios de la vida”: ¿Por qué hay gente tan autónomamente inspirada mientras hay otras que aman estar en cama? ¿Por qué hay gente que se levanta al amanecer y otras que prefieren estar de noche bailando para acostarse cuando sale el sol? Preguntas que casi no tienen sentido, porque no tienen explicación y que no tiene mayor caso analizarlas profundamente y es mejor dejarlas como eso, como misterios de la vida.

Quizá es por eso que siempre lo que me gusta lo hago tan intensamente, porque siempre prefiero vivir una experiencia en la naturaleza que quedarme en casa vegetando en la estabilidad de que hoy seré el mismo que mañana. La vida está afuera de la zona de confort, dicen.

La playa para mi representa un poco eso. La flojera, el relajo y la distensión de las preocupaciones, para mi es un misterio de la vida por qué alguien puede preferir la playa a las montañas…

Cuando se me presentó la chance de ir a Aruba a correr en calle una media maratón, a priori dije que no, pero, pocos segundos después vino mi filosofía de que si no iba, me estaba perdiendo un seminario, y no solo eso, sino un seminario muy distinto a los que suelo ir. Es por eso que adopté mi mejor actitud para sumergirme en lo que para mi es un mundo que lo tengo por rechazo automático en mi lista de preferencias. ¿Acaso un seminario que sí sé es espectacular, pero distinto a lo que yo haría, no vale la pena intentarlo?

En mi escrito de mi experiencia de Aruba en la revista FullOutdoor, relato los detalles de la vivenciado: Lo mejor por lejos fue nadar con la tortuga, un momento sublime que me llevaré a las memorias de mi vejez, además, la comida, la brisa y ese mar majestuoso. Aruba me dejó bobo y me enamoré de la isla “one happy island”, como ellos dicen llamarse.

El último día en la isla, me tocó hacer lo que sería el trekking. Ahí, pregunté por el mejor trekking por hacer con el poco tiempo del que disponía antes de irme para hacer el check out del hotel Amterdam Manor, y correr al aeropuerto:

Hablo con el guía que me da muy precisas instrucciones de lo que yo debía correr, me insiste que me perderé y que la señalética es inexistente, especialmente de lo peligroso de una zona de rocas muy resbalosas, erosionadas por el agua que corrió hace miles de años (Hoy no hay un solo río de agua dulce que corra por la isla de Aruba).

Salgo a correr, y apenas 150 metros metido en el sendero veo lo prometedor de lo que estoy haciendo. Un sendero perfecto para correr, seguro, rápido y amable, con curvas deliciosas y plantas de una altura aceptable para cobijarme del calor fuerte del caribe.

A medio camino me perdí, pero por la orientación con el mapa entendía que no importaba mucho donde estaba mientras siguiese hacia el Este, el cual albergaba la cueva Fontein, mi destino cúlmine de la jornada.

Después, por fin encontré la picada a la izquierda que me llevaba por donde corrió el río que me mencionaron antes. Esa parte fue particularmente divertida, porque era muy rápida y porque se podía correr muy fuerte por sobre las piedras resbalosas que no resultaron serlo tanto y sí terminaron siendo del éxtasis de un corredor de montaña. Mientras saltaba de una piedra a otra iba gritando de alegría al concientizar que estaba corriendo trail running en la isla de Aruba, bajo un sol sofocante y camino a ver pinturas rupestres.

Varios minutos corrí por ese socavón hasta que tal ascendía por un camino de autos que llevaba al asfalto del parque Arikok. Una curva a la derecha y giro hacia el sur para llegar a la cueva Fontein. En la entrada hay un muchacho cuidándola. Me hace una seña y me dice que no me salga del camino demarcado.

Lo primero que veo son unos grafitis muy feos y de muy mal gusto, me llama la atención que no los hayan sacado para potenciar el turismo. Entro un poco en la oscuridad y los murciélagos sobrevuelan por mi cabeza por cientos, a medida que más entro más murciélagos vuelan alrededor mío y mi dicha es absoluta. No puedo creer lo que estoy viviendo en Aruba, en una cueva y que al mirar el techo veo las pinturas indígenas en un estado de conservación formidable. Todo esto en un simple, casi improvisado y algo forzada, salida de trail running.

Mi emoción es elevada y pomposa. La vida es buena y agradezco al universo por la experiencia. Hago el circuito dentro de la cueva en solitario 3 veces, contemplo la roca, las paredes, veo las estalactitas, veo las pinturas de nuevo y salgo de la cueva para pedirle agua al guardia. Al poco instante llegan los buggies, unos 12 unidades de ellos, ahí entiendo que soy el primero en llegar a la cueva en ese día y que por eso pude ver a los murciélagos.

Me voy raudamente camino a la entrada del parque Arikok y mientras me voy corriendo fuerte, reflexiono sobre, los seminarios, sobre el estar ahí y no quedarme en la piscina o en el mar. Miro el cielo despejado, siento como corre el sudor por mi cuerpo, siento mis pies golpeando el sendero y me emociono por haber pujado por hacer que las cosas pasen.

Mi fidelidad por Aruba está cerrada: Una isla perfecta para la playa, el beber cervezas, el comer como los dioses con sus más de 200 restaurantes, las playas más perfectas del mundo, y cerrar con lo más inesperado y no vendido por los locales porque no saben aún que lo tienen, y eso es aventura real y emocionante.

Al regresar a la entrada, Luis, el guardaparques con más experiencia de la isla, me cuenta que hay una red de más de 60 kilómetros de senderos como los que yo hice, eso, sin haber sumado los que son senderos de caminos para 4×4. Además, comenta que los grafitis son de los colonos que llegaron a la isla, de hecho, uno de ellos fue dibujado por su gran-tatara-abuelo a principio del 1800. Mi asombro por todo esto y mucho más de lo que me contó no cabía en mi cabeza, aún hoy, meses después me impacta.

Hoy aún suelo recordar Aruba todos los días. Me gustaría mucho volver y recorrer cada rincón de ese parque, sentarme a hablar con Luis por horas y que me cuente más historias de los nativos, sus costumbres y de cosas que pasaron “en la isla feliz”… Al final, pasó todo lo que debía pasar, todo según lo planes, todo salió perfecto. Pero, algo tienen la improvisación, ese sazón rico, que hace que la vida tenga esa chispa, ese “no sé qué”, que hace que los que buscamos la diferencia, el brillo en la memoria sea más nítido.

Al final, siempre es bueno ir al seminario, en este caso, a la montaña, o mejor dicho, isla.

Al final, fue fantástico ir a beber cervezas, zambullirme a ver ese barco hundido, para cuando todos habían salido del agua, por persistir tener ese encuentro cercano con la tortuga.

Al final, hacer de un trekking, un trail running en solitario, haber llegado a la cueva Fontein para ver las pinturas y los murciélagos, valió tantísimo la pena.

Es siempre mejor salir de casa.